martes, 19 de noviembre de 2013

NOVELA: “LA ESTRELLA  DEL AMANECER”  (ILLARE’C CHASKA).

AUTOR: CARLOS ALBERTO FLORES BORJA

CAPÍTULO III


Cuando Wálter se ausentó por dos días consecutivos los muchachos de la pensión se preocuparon de veras. Pero al fin apareció con una cara de felicidad para dar la buena nueva: “Ha llegado mi familia de la sierra y desde hoy se acabó para mí este apestoso cuarto”. Lo dijo llanamente, queriendo aparecer gracioso.
Desde las frazadas surgió la voz de Armando, somnolienta pero crítica, para cantar unos versos del vals de moda:
Callejón donde tu vida has pasado,
no lo dejes olvidado
por tener un nuevo hogar.

Wálter sonrojó y ya no dijo nada. Luego salió y fue a clases.
A partir de la llegada de su familia, Wálter no lograba concentrarse en sus estudios; y en aquella última hora de clases prefirió quedarse fuera del salón, junto al grupo de alumnos que no alcanzaron asiento.
Desde la entrada principal del viejo claustro universitario hasta el patio de Económicas, se extendía toda una faja ancha de estudiantes que transitaban en doble sentido. Los enamorados caminaban abrazados y a paso lento; los políticos, manoteando y hablando en voz alta; y las mujeres en pequeños grupos parlantes, seguidas por jóvenes tenorios. Envuelto en esa vorágine alcanzó la salida.
Los universitarios cesaron de galantear a sus compañeras de estudio y trasladaron el centro de su atención hacia las colegialas que comenzaban a aparecer por la Plaza de Armas. Wálter llegó al edificio de la Beneficencia Pública y comenzó a desenvolver el gusano hecho escalera, hasta arribar al segundo piso en donde la puerta que daba acceso a la oficina principal de Radio Trujillo permanecía cerrada. Pero aprovechando que el auditorio estaba abierto, ingresó dirigiéndose a una de las ventanas que daba frente a la Plaza de Armas.
Desde lo alto el paisaje era multicolor y profundamente bello. Se diría que lo más significativo de la naturaleza se había patentizado en cada objeto que llenaba un lugar en el florido parque. El cielo primaveral, repleto de sol,  estaba allí en las blusas de las chicas del Belén; el mar, con su insondable azul, se agitaba undoso sobre los juveniles cuerpos de las estudiantes santarrosinas; y los mejores colores del arco iris se plasmaban en el uniforme multitonal del María de los Ángeles… Los vegetales de la Plaza de Armas de Trujillo, tomando diversas formas, saludaban frescamente a los transeúntes, de quienes saben que jamás han recibido ni un rasguño. Los trujillanos se sientes orgullosos con su Plaza y la cuidan como muy suya, constituyéndola en el rincón bucólico donde acuden en busca de la serenidad filosófica nocturna o de la algarabía multicolor cenital. Alvaro sacó a Wálter de su éxtasis y le preguntó el motivo de su visita.
-He venido a esperarte, hermano -dijo Wálter- para ir a almorzar a mi casa. Estás invitado.
-¿Y quién me ha invitado?
-Mi familia, pues.
-Pero si ni siquiera me conocen -arguyó nerviosamente Álvaro-. Y además, mira cómo estoy.
-Ya, ya -dijo Wálter socarronamente-.Te he dicho vamos a mi casa y no a un palacio. Camina, che…
La calle Unión siempre estaba de fiesta. Era el jirón más alegre de la ciudad y anidaba a gran parte de la población en sus quintas y callejones. La familia de Wálter consiguió una casita interior por allí con cuatro habitaciones. Un viejecito, a quien Wálter presentó como su padre, abrió la puerta a los muchachos. Dentro aún se notaban las cosas en desorden y solo una parte de la sala estaba arreglada. Un pupitre reposaba en su extremo lateral y sobre él, desordenados, una radio y varios libros. A Álvaro le pareció demasiado grande y antiestética esa sala; los muebles habían sido ordenados de tal manera que todo el centro de la habitación quedaba desierto: el pupitre a un extremo y la mesa del comedor al otro. Un hermoso cuadro, representando el rostro sonriente de una niña jugando con un gatito,  había sido abandonado sobre la mesa del comedor. Álvaro lo tomó en sus manos mirándolo detenidamente, porque en ese cuadro había algo que le llamaba profundamente la atención. No sabía si eran los ojos de la niña o los del felino. Como en ese momento no había nadie más en la habitación, lo colgó frente al comedor. Al rato apareció Wálter con su mamá, quien estrechó la mano de Álvaro de forma humilde. Sus ojos brillaban como los de la niña del cuadro.
Después le presentaron a Carmen, hermana de Wálter, la que invitó a almorzar y a tomar algunas jarras de chicha.
Transcurridas unas horas, la chicha comenzó a hacer su efecto en el inexperto joven, a quien le parecía que el retrato se movía y hasta le hablaba. El viejo contaba chistes y la madre una historia de su pueblo. Todos hablaban a la vez, eufóricos por el licor. Wálter se quedó dormido en la mesa y Álvaro levantaba el vaso haciendo un brindis con la niña del cuadro.
-Salud, Angelito –le decía en voz baja.
Y la niña del cuadro le sonrió, meciéndose cadenciosamente en la pared.

                                                                            *****
Un compañero consiguió la madera, dos más donaron la luna y un carpintero amigo la armó por solo cinco soles, poniendo incluso la pintura. Y cuando ya estuvo terminada, fue envuelta con el papel de una bolsa vacía de azúcar y llevada en un colectivo hacia el cuarto de Zepita.
Eran las siete de la noche. Acompañaban a Wálter y Álvaro tres compañeros más. Desenvolvieron con igual cariño su carga y la depositaron sobre la trípode mesa.
-Caramba, el carpintero se olvidó de ponerle la chapa.
-Voy a comprarla enseguidita. Ustedes vayan colocando los artículos.
-A ver tú, Alvarito, que eres medio poeta, arma a AYLLU.
Y Álvaro comenzó a extraer de un fólder verde un buen número de papeles; abrió la puertecilla de la vitrina y primero clavó una cartulina rosada como fondo. En el lado superior aseguró una franja de cartulina negra en donde con álbeas letras se leía: “AYLLU” ÓRGANO INFORMATIVO DEL CÍRCULO DE ESTUDIOS HILDEBRANDO CASTRO POZO. Luego distribuyó los artículos y pinturas en la vitrina, según diagramación previamente aprobada.
Mientras tanto regresó el compañero que fue por la chapa y el primer número del periódico mural del Círculo quedó listo para ser colocado, a las siete de la mañana,  en un lugar ya reservado del primer patio de la Universidad. Los estudiantes  no disimulaban su entusiasmo, pero Wálter pensaba cuánto tiempo duraría esa energía, ya que conocía de la manera fácil cómo el joven -y sobretodo el estudiante- se entusiasmaba ante ideas nuevas; el éxito del dirigente dependía, pues, de la medida en que se mantuviera ardiente la tea del quehacer y la rebeldía juvenil. Y para eso había que planificar mucho. Los compañeros sacaron a Wálter de sus cavilaciones serias para introducirlo nuevamente a este mundo objetivo, lleno de alegrías y sinsabores, de triunfos y caídas, de esperanzas y frustraciones. Varios de los miembros del Círculo recién cursaban su primer año de estudios universitarios y por tanto desconocían de las luchas estudiantiles realizadas. Así que éstos eran los que más asediaban a Wálter para que les contara episodios de la Casa de Bolívar. Y esta noche, más de uno le solicitó que narrara la infeliz llegada de Prado a Trujillo, ocurrida el año pasado. La incorporación de Armando al grupo animó a Wálter a recordar esa noche de diciembre…
“Se estaba celebrando la Semana de Trujillo y el Concejo Provincial invitó al Presidente Prado a participar de los festejos. Desde que la Federación Universitaria de Trujillo se enteró de esa invitación, hizo conocer a la opinión pública que se opondría por todos los medios a que la ciudad de Trujillo se sintiera ofendida con la visita del oligarca. De igual manera se pronunciaron  algunas instituciones laborales”.
“La pugna partidaria dentro de la Universidad era álgida en ese año. Los apristas habían perdido la FUT y luchaban por reconquistarla. Los populistas y democristianos aparecieron como nuevas fuerzas debilitando a la izquierda que, no obstante, continuaba siendo mayoría. De tal manera que cuando la FUT emitió su comunicado repudiando a Prado, se esperaba alguna reacción de los grupos apristas aliados al Gobierno. Pero no pasó nada. Lo que sucedía era que los apristas, en realidad, tenían reparo de ser llamados convivientes y decidieron permanecer neutrales en todo lo que pudiera devenir. Los populistas y democristianos, en un afán electorero de justificar su lema de Renovación Nacional, apoyaron a la izquierda en su lucha contra Prado. Pese a todas las advertencias, el Presidente anunció su llegada a la ciudad con una numerosa comitiva de ministros, parlamentarios y soplones”.
“La Plaza de Armas había sido engalanada para la noche de retreta, bailes y demás eventos con que se pensaba distraer el estómago vacío de los pobres; incluso se anunció el debut de la prestigiosa Banda de Música de la Aviación”.
“El mismo día del arribo de Prado, en el mástil de la Universidad flameó la bandera peruana a media asta y con un crespón negro en el centro; la FUT ordenó la captura del local y potentes parlantes se instalaron en lugares estratégicos. Desde las primeras horas de la mañana comenzaron a propalarse consignas para el pueblo y los universitarios, así como a recordar las numerosas masacres de campesinos, obreros y estudiantes habidas durante el presente régimen; masacres que habían quedado impunes por la insensibilidad social del Gobierno. Por táctica, esta vez todos los ataques se centraron contra Prado y la oligarquía, pero nada se dijo sobre sus aliados los apristas, a fin de no provocar un choque frontal con las bien organizadas bandas de búfalos de las haciendas y sindicatos”.
“Y llegó la noche. Estaba programada una retreta en la Plaza de Armas con quema de fuegos artificiales. El parque se repletó de gente desde temprano y la Banda de la Aviación entonaba música criolla. Dentro de la Universidad y en la plazuela adyacente, miles de universitarios comenzaron a vocear lemas antigubernamentales y a dar vivas a Cuba; en el micrófono se turnaban un hombre y una mujer dirigiéndose al pueblo. Hasta que llegaron los policías. No se sabe de dónde salieron, pero lo cierto es que aparecieron por cientos. Todos vestían, además de su uniforme y garrote, un casco grueso, bolsón con bombas lacrimógenas y máscara antigás. Nadie los provocó, pero su sola presencia fue una provocación; por si las moscas, nosotros nos aprovisionamos de gran cantidad de piedras. Daba la casualidad que se estaba refaccionando la fachada de la Universidad por lo que en el techo habían ladrillos y piedras de construcción. Todo esto serviría como munición para más tarde”.
-Oye -interrumpió un compañero-. ¿Y porqué no hemos sacado nada de esto en el periódico mural?
-De veras –contestó Álvaro-. Hubiera sido una buena cosa. Pero eso lo discutiremos una vez que Wálter termine su relato… ¿En qué capítulo te quedaste?
“Muy bien, continúo -dijo Wálter- .Como si brotaran del suelo aparecieron más y más guardias de asalto con sus estrambóticos trajes que les daba aspecto de marcianos o de personajes escapados de algún cuento de ciencia ficción… Y a una orden de sus jefes comenzó el ataque a las masas por diferentes flancos. Su primera carga fue de gases lacrimógenos, con la idea de dispersarnos. La andanada de bombas que cayó sobre nosotros fue terrible. Una buena parte de los manifestantes se dispersó, efectivamente. Pero de repente un estudiante se abalanzó sobre una bomba recién caída y la regresó violentamente al grupo de policías que se atontaron con lo inesperado de la maniobra. Solo hacía falta este ejemplo para que todo artefacto lacrimógeno que arribara fuera devuelto a sus dueños. Así, pues, que su primer intento de dispersarnos fracasó y más bien nuestras filas siguieron engrosando. Ante su derrota, no les quedaba a los policías sino cargar a varazos contra nosotros”.
“Mientras tanto, por los parlantes se reanudaron las arengas intercaladas con el Himno del Movimiento 26 de Julio .Frente a una de las paredes laterales de la Universidad estaba la oficina del Centro Cultural Peruano-Norteamericano, en el edificio de la Beneficencia; y su escudo se mostraba insolente para la masa descontenta. Una piedra atravesó el espacio en dirección al emblema yanqui, pero fallando en el blanco hizo impacto en una luna del local del Centro, que saltó en pedazos con mil ruidos. Eufóricas, cientos de manos tomaron sus respectivas piedras y las descargaron sobre el odiado y mil veces maldito símbolo de los opresores yanquis. En pocos minutos ya no había escudo, ni lunas, ni pared sin malograr. La policía cargó con más furia contra nosotros: sus varas caían inclementes  buscando siempre el rostro de los manifestantes. Del techo de la Universidad partió una lluvia de piedras que derribaron a más de diez guardias en su primer impacto, entre ellos a un capitán que a la semana siguiente fue enviado a los Estados Unidos a curarse de un ojo vaciado durante la trifulca”.
-No jodas, hermanito –gritó Armando-. ¿Tú viste cuando le vaciaron el ojo?
“Nosotros -continuó Wálter- solo vimos que se cogió la cara con ambas manos y cayó al suelo. Los guardias sentían miedo, palabra; y eran los jefes quienes tenían que aventarlos para que atacaran al pueblo. En pocos minutos la lucha fue sin cuartel, cuerpo a cuerpo y con toda clase de armas contundentes, gases y bombas molotovs preparadas por los de Ingeniería. Los canillitas colaboraban con nosotros alcanzándonos piedras y palos; y hasta las mujeres intervenían en la pelea”.
“Serían más o menos las once de la noche cuando la policía comenzó a efectuar los primeros disparos, a los que nosotros no les dimos importancia creyendo que eran de fogueo. Por otra parte, nadie se preocupó de averiguar si las balas eran o no de verdad. Alguien gritó:
-No se asusten, son de fogueo.
Y todos creímos que así era. Como escudo utilizábamos algunas pizarras”.
“Hasta que el estudiante que sostenía la bandera  en el techo de la U se llevó las manos al pecho y sin proferir un solo grito comenzó a doblarse. Las fuerzas lo abandonaban pero no soltaba el pabellón. El color rojo de nuestro emblema se encarnó aún más con la sangre que a borbotones brotaba del generoso pecho joven. Los compañeros que estaban a su lado rápidamente lo tomaron en sus brazos, pero él, soltándose, agitó más vivamente la bandera frente al pueblo. Se escuchó una nueva detonación y esta vez sí el alumno Luján cayó desvanecido.  Dos balas habían atravesado su pecho”.
“Un frío comenzó a recorrer la Plaza de Armas y quienes hasta ese momento permanecían impasibles, comenzaron a mover las manos nerviosamente como queriendo asir algo. Hasta que de sus labios temblorosos partió la protesta como un rayo:
-¡Asesinos!... Acaban de balear a un estudiante”.
“Simultáneamente la Banda de la Aviación comenzó a entonar una marinera. Pero solo se escucharon las primeras notas porque músicos e instrumentos rodaron por el suelo. Fue lo primero que encontró el pueblo a su paso. La caballería arremetió contra la multitud y ésta se concentró en pleno centro de la Plaza, apiñándose en torno al monumento. En eso, una voz de mujer se escuchó nítida y patética por el parlante de la Universidad:
“Pueblo trujillano -decía-, pueblo trujillano… Varios compañeros nuestros están desangrándose al haber sido baleados por los esbirros del Gobierno… Hemos llamado repetidamente por teléfono a los hospitales, pero todos se niegan a enviar atención médica… Por favor, suplicamos que si entre el pueblo se encuentra un médico, se digne acercarse hasta el interior de la Universidad para atender a los compañeros heridos”.
“Silencio. Ni la respiración se escuchaba. Nadie se movió. Todos comenzaron a mirarse entre sí como preguntándose:
-¿Por casualidad, no será usted un médico?
“Pero no, no lo era. O no quería serlo, por miedo. Una señora trepó sobre una banca de la Plaza de Armas y entre sollozos gritó:
-¿Qué no escuchan que están pidiendo un médico?... Mi hijo está adentro, Dios mío”.
“Y cayó desmayada sobre los brazos de la multitud.. La puerta de la Universidad se abrió y un buen número de estudiantes salió llevando en brazos un cuerpo inerte. La policía cargó fuertemente sobre ellos, pero el anillo humano formado en torno al cuerpo izado fue inquebrantable. Hasta que el cuerpo llegó a la  Plaza de Armas… Me acuerdo todavía que la Pilsen Trujillo había levantado varias carpas y quioscos para expender cerveza, así que cuando el pueblo vio a uno de los estudiantes baleado sacado en brazos por sus compañeros para llevarlo al hospital, asaltó esos establecimientos cerveceros armándose con las varas de fierro que formaban su estructura metálica. Y las utilizaron como lanzas para defenderse de la policía. Alguien incendió algunos árboles y otros rompieron los focos de luz, quedando todo envuelto en una tétrica penumbra Mientras tanto la policía invadió el claustro universitario pisoteando la autonomía y saqueando totalmente los laboratorios y salones. Como poseídos por el demonio disparaban a diestra y siniestra y solo por pura suerte no mataron a más muchachos. Cada estudiante que caía en sus manos era despojado de sus prendas de valor, al mismo tiempo que le arrancaban la  correa del pantalón, los botones de la camisa y los pasadores de los zapatos, para que así no pudieran correr. Simultáneamente otro grupo represivo venía a la retaguardia levantando a todos los estudiantes ya saqueados, embarcándolos en un camión que esperaba en el exterior. En una de ésas me tocó a mí también…”
-No jodas, Wálter. ¿Te llevaron preso?
A Armando se le desorbitaban los ojos preguntando. Y se notaba que gozaba con el relato de Wálter. Exigía detalles, porque después lo repetiría a sus amigas haciéndoles creer que estuvo presente en la referida trifulca…  Wálter asintió con la cabeza a la pregunta de Armando y prosiguió:
“Me subieron al camión y junto con otros nos llevaron a la comisaría de la calle Ayacucho. Ya era cerca de la medianoche y la comisaría estaba llena de detenidos. Con las manos en la nuca nos iban amontonando en un patio y a la interperie. Nosotros pensamos que nos sacarían la mugre, pero no lo hicieron. Quizás porque solo habían dos tombos cuidándonos y de lejitos nos apuntaban con sus metralletas. El cielo estaba estrellado y los minutos se tornaban interminables. Nadie hablaba. De repente el ambiente se llenó de ruidos que llegaban de la Plaza de Armas. La noche se iluminó con fuegos artificiales y no sabíamos qué era lo que estaba sucediendo”.
“Como a las dos de la madrugada nos volvieron a subir en un camión, sentándonos en su plataforma para que no miremos por dónde nos llevaban. Los guardias iban parados y a culatazos bajaban las cabezas de los detenidos que intentaban levantarlas. No veíamos nada, pero al poco rato un gran ruido de voces y gritos nos envolvió. Estábamos de nuevo en la Plaza de Armas y una lluvia de piedras recibió al camión. El pueblo creía que el vehículo venía transportando más refuerzos policiales y por eso lo apedreó. El camión paró frente a la Universidad y una nueva andanada de piedras intentó lapidarnos. Hasta que un detenido se paró y gritó:
-No tiren, hermanos, somos nosotros…”
“Recién paró la pedrea y los guardias nos dijeron que estábamos libres. Nutridos aplausos nos recibieron y en hombros fuimos llevados al interior de la Universidad. Al mismo tiempo, siete guardias civiles eran sacados por sus compañeros y embarcados en el mismo camión… Nosotros no entendíamos lo que había pasado, hasta que alguien nos dijo, emocionado:
-Hemos tenido de rehenes a estos tombos y los estamos canjeando por ustedes.
Después nos contaron lo que sucedió en nuestra ausencia.  Resulta que los policías continuaban haciendo de las suyas dentro de la Universidad, pero su mala suerte  los hizo penetrar demasiado en el interior del claustro, de tal manera que cuando una parte de los manifestantes de la Plaza de Armas entraron a reforzar a los estudiantes, siete guardias fueron acorralados en un  salón, desarmados, castigados y tomados como rehenes. El resto abandonó corriendo la Universidad y la lucha en la plaza se generalizó. Coincidiendo con la medianoche, el fuego de los árboles incendiados llegó a los castillos levantados para homenajear a Prado, y el ruido de los fuegos artificiales se confundió con los balazos, los ayes de los heridos y los gritos profundos de las madres. La gresca continuaba. Llegó el ejército y rodeó con ametralladoras la Plaza de Armas. Los soldaditos temblaban, pero el pueblo no les hizo nada. El odio era contra los policías acostumbrados a reprimir violentamente las justas protestas de las masas. Se dice que el Prefecto estaba empeñado en que el ejército interviniera en la pelea y si el caso lo requería que disparara contra el pueblo exaltado. Pero unos diputados llegados con Prado y que no estaban tan borrachos como el Prefecto, impidieron una horrible masacre y mas bien solicitaron autorización para parlamentar con los dirigentes universitarios.  Fue aceptada la mediación y cubriéndose las cabezas con unas sillas  se aproximaron a la Universidad gritando a través de una bocina que querían  dialogar con los estudiantes. La pedrea amainó y después de unos minutos se abrió la puerta por donde decididamente ingresaron los parlamentarios. Transcurrida cerca de una hora quedó acordado el armisticio, según el cual los estudiantes devolvían a siete policías tomados como rehenes y suspendían la manifestación. Previamente tenían que ser puestos en libertad todos los detenidos durante la revuelta y no se tomarían represalias contra ningún estudiante o dirigente. Así fue como nos regresaron de la comisaría a la Universidad y así fue como se devolvió a los siete guardias. Como ya era de madrugada, unos se dispersaron a recuperar sus fuerzas para el día siguiente y los demás a cuidar o visitar a los heridos”.
“El nuevo día amaneció lleno de sol, pero solitario. El pueblo trujillano se levantó tarde este domingo. A las once de la mañana, otra manifestación   se llevaría a cabo en la Plaza de Armas, cuando Prado salió de la Prefectura para asistir a la misa en la catedral. Su mujer, la vieja Clorinda, se desmayó en pleno parque, aunque yo creo que se hizo la loca para que dejaran tranquilo a su marido. Durante las tarde Prado debería concurrir a una corrida de toros y a la inauguración del nuevo Mercado Central, pero suspendió todo acto público regresando apresuradamente a Lima. Trujillo lavó, pues, con sangre la ofensa. Con sangre generosa vertida por un estudiante del pueblo. Pero la visita del oligarca no fue feliz y las masas, una vez más, exteriorizaron su rebeldía. No bien llegó a Lima, Prado rompió relaciones diplomáticas  con Cuba. Fue el primer lacayo del imperialismo yanqui que cortó sus vínculos con el valeroso pueblo antillano… Como si Fidel Castro tuviera la culpa del recibimiento que le hiciera Trujillo al Presidente Prado. Como si Cuba fuera culpable del descontento de las masas y de la miseria de nuestros obreros y campesinos”.
Wálkter calló. Se había excitado notoriamente durante la última parte del relato. Se paró y bebió toda el agua de una botella que estaba sobre la mesa, mientras los compañeros permanecían callados, pero con los puños cerrados desde el inicio del relato. Luego, todas las miradas convergieron sobre el periódico mural y los rostros se ablandaron hasta sonreir optimistas. Álvaro levantó en sus brazos la vitrina y llevándola bajo la luz la contempló arrobado. Quiso abrazarla, besarla, confundirse con ella. Parecía mentira que los sueños se fueran convirtiendo en realidad. Porque el Círculo ya era una realidad presente. Sus componentes eran pocos, pero eran, como diría Vallejo. Y para almas sensibles como las de estos muchachos, la más pequeña realización -en este caso el primer número de AYLLU- los emocionaba hasta las lágrimas… La noche era estrellada. El cielo era igual a ese otro de diciembre del sesenta en que vino Prado. Los mismos astros, el mismo fresco, la misma Luna.
El monumento con su bíceps descomunal, continuaba en su sitio. Y unos cuantos estudiantes, bien abrigados,  devoraban sus copias para el examen de mañana. El silencio lo era todo. Pero no. Esta noche no era igual a aquella de diciembre del sesenta. No habían fuegos artificiales, ni balas homicidas, ni los marcianos apaleando a los estudiantes. La Universidad permanecía violada desde esa noche; pero también alerta, vigilante. Para que otros traidores no vuelvan a mancillarla.
*****
Apenas calmaron sus dolores, la señora dejó la cama reintegrándose a sus múltiples ocupaciones domésticas. Berrando seguía oliendo a chivo, a cuero de chivo, curtido, sin curtir, curtiéndose. A chivato puro. Siempre. Y Papá Manuel ya estaba compenetrado con ese olor y ese sabor. Sabor a sal de curtir, curtiendo, sin curtir…
Un pitazo hirió el éter y su sonido ululante -un solo ay- murió quién sabe en qué altitudes. Y los trabajadores de la curtiembre Berrando, a ras del suelo, dieron alto a su fuerza de trabajo, pararon las máquinas, se limpiaron la sal y dejaron al olor a chivo metido en el establecimiento industrial, en su lugar. Papá Manuel, pues, salió rumbo a casa. Se molestó un poco al encontrar a su mujer en pie y estuvo más de cinco minutos hablando sin parar, que no hay consideración, que pareces criatura, que por eso vienen las enfermedades, y uno jodido, carajo, y sin plata…
-Álvaro me ha enviado cien soles y dice que está comiendo en casa de un amigo que le ha dado pensión. De su amigo Wálter, del que siempre nos habla en sus cartas.
El viejo cortó en seco el discurso al escuchar las palabras de su mujer; movió repetidamente la cabeza de arriba abajo, de abajo arriba. El más chiquito de sus hijos entró corriendo del arenal y el padre lo levantó en vilo, sentándolo sobre sus rodillas, mientras con voz fingida le decía:
-¿De dónde viene usted jovencito?... En la calle nomás para. Seguro que este churre ya está pensando en tener mujer, gua…
El niño reía con su risa de cristal. Y la señora sonrió frente a sus ollas.
-El Álvaro ha salido a mí, carajo -dijo el viejo.
-Claro -contestó la mujer-. Solo cuando se porta mal dices que ha salido a mí, ¿no es cierto?
-Sirve la comida, vieja, y contéstale al muchacho preguntándole si necesita algo.
                                                                                       *****
Esto es un infierno. Cada casa de obrero debe ser un infierno. ¿Y luego no creer en su existencia?. Claro que sí. Esto es un infierno. ¿Habrá cielo, gloria, paraíso?. El cielo solo existe para los ricos. Para los blancos. Pero es un cielo malo, de hombres explotadores. Cielo ganado a costa de exprimirnos la sangre, de fumarnos los pulmones. Sí. El cielo queda allá en San Isidro, en Monterrico. Las barriadas son el infierno. Nuevamente le está volviendo la fiebre al Fico. Y hasta la Julia está con calentura. Yo la he arruinado. De su belleza de niña ya no queda nada. ¡Pobre flor marchitada entre cuatro paredes de esteras!. En medio de harapos, niños panzones y desnudos, niñas prostituidas. ¡Ay, botones desflorados en pleno capullo!. A la hija del vecino la encontraron anoche con un vago. Once años la chica, por Dios, once años. El viejo casi se muere, pobre. ¿Y qué podía hacer si a todas les pasa lo mismo?. Esto es el infierno.  Y el que no lo crea que venga a vivir aquí, a sentir frío aquí, a sentir calor aquí. ¡Cómo quema!
-Julia, pásame más alcohol para frotarlo.
Me acuerdo de mi hermanita cuando salíamos juntos a revolcarnos en la playa. Mientras estaba la mamita todo era diferente. Lejos de toda esta pestilencia. El viejo también murió con fiebre. Pero con otra fiebre. Fiebre de venganza, de justa venganza contra los explotadores, cuando en un arranque de ira incendió la fábrica de harina de pescado en Chimbote. Morir abrasado, con fuego. Morir como Calcuchímac.
Pero debemos morir nosotros, no los niños. Todavía no estoy viejo. Aún estoy joven para luchar por ti, hijito, hasta la muerte. Para que otros niños ya no estén como tú. Perdóname si no he podido darte más atención, mejor comida. Pero no he podido por más que me he jodido trabajando. Perdóname hijito y tú también Julia, por haberte arrancado de tu hogar cuando aún eras una mocosita, como decía mi taita. ¿Qué me haría yo son ti?. Ya se mejorará el Fico y verás cómo  nos iremos a la playa a revolcarnos en la arena. El calor del sol no es malo. Él nunca ha sido malo. Pero sin embargo, en la barriada no existe el sol. Para los pobres la luz no ha sido hecha. Mas algún día la conquistaremos para recién decir: “Hágase la luz”… Y verás, Fico, como ya el sol no brillará para los ricos, ni para el gringo ojos de sapo de la fábrica, ni para el flacuchento del Administrador. Algún día, mujercita, aparecerá para nosotros la Estrella del Amanecer. Nuestra Illare’c Chaska, como dice el Jorge.
-Voy un momento a la sala. Duerme un poco mujer.
                                                                                      *****
Cada oficina era un hormiguero de papeles, lentes y máquinas de escribir. Laberinto de órdenes, gritos y bostezos. Un nido de dormilones y decrépitos burócratas. Para llegar a la oficina del señor Ordóñez, se necesitaban, por lo menos, dos días de ruegos con sus citas y propinas. Pero para el Administrador de la fábrica el camino estaba siempre franqueado. Y como a él, para muchos otros administradores, gerentes o apoderados de un sinnúmero de fábricas u otras asociaciones comerciales e industriales. Para ellos no existía el papeleo burocrático, embrollo creado exclusivamente para los obreros o dirigentes sindicales que llegaban allí, ilusamente, en busca de justicia.
Apenas si el señor Ordóñez cabía en su asiento. El voluminoso cuerpo competía de ancho con su escritorio. Se quitó los lentes, los limpió con un  pedazo de papel higiénico y, luego, dirigiéndose al Administrador de la fábrica le dijo:
-Todo en orden, mi estimado.
-Muchas gracias, señor Ordóñez -contestó el Administrador-. El Señor Gerente lo llamará hoy en la tarde.
-Llévele mis saludos y que le agradezco la cajita de wisky. Me la tomará a su salud.
Y recibiendo varios papeles, el Administrador salió presuroso cuan largo era,  cansado y como si tuvieras que arrastrar un enorme peso. Gerardo lo esperaba en la puerta de la fábrica.
-Señor -dijo el obrero-, quiero que me dé permiso. Mi hijo está mal…
-Ya le he dicho que esperamos una carga importante -contestó el largirucho- y no puede dejar la puerta sola.
-Pero señor -insistió Gerardo-, créame, mi hijo está grave y tengo que llevarlo al hospital.
El Administrador siguió de largo sin quererlo escuchar. Esa mañana el niño había quedado nuevamente con fiebre alta y Gerardo no quería venir a trabajar. Pero su mujer lo persuadió para que no diera motivos de represalia a sus jefes.
La asamblea de anoche había estado bastante acalorada. Era como si la ira se hubiera acumulado en cada uno de los pechos obreros de la fábrica y ya no cupiera más. Necesitaba derramarse, esparcirse, hiriera a quien hiriera. Y el mudo salón, otrora frívolo escenario de borracheras, bailes y romances, esa noche también se rebasó. Un mar de puños y gritos se pronunciaron por la huelga en caso fracasaran las gestiones legales.
Gerardo había sido uno de los más brillantes oradores y él mismo se sorprendió de tanta energía, de tanto calor en sus expresiones. Se diría que era un cuerpo al que solo faltaba la luz del sol para cargarse. Y esa noche cada obrero fue un rayo de sol para Gerardo: rayos que convergieron a golpe de haz en su pecho, en una sola descarga, terrible, patética. Porque esa noche no habló en nombre del trabajador en abstracto, sino en nombre de sus hijos famélicos, de sus mujeres envejecidas prematuramente, de sus piojos y de sus chinches. Y no reclamó solo un real más, sino que exigió una vida más digna para todos los proletarios.
Cuando hizo uso de la palabra el compañero Jorge, la sala vibró. Aquellos rostros acostumbrados a ser la imagen misma del dolor, se ablandaron. Aquellas manos coronadas de duros callos, que sabían en perfecto castellano el nombre de los instrumentos de trabajo, esta noche se cerraron en un solo puño. Y no más fueron manos. Fueron armas. Fueron alas. Inspiración para luchar.
-Sí, compañeros -decía Jorge-, no somos los únicos que padecemos la explotación capitalista y feudal. Hay haciendas que solo pagan cuarenta centavos a los trabajadores y otras en que ni siquiera eso les dan. ¿Y qué hacen los gamonales cuando los campesinos reclaman sus derechos?... Les meten bala. Porque los poderosos están acostumbrados a masacrar y toda su fortuna está manchada con sangre de nosotros, con sangre de explotados.
El secretario del sindicato cruzaba una y otra vez las piernas. Aplaudía cuando todos lo hacían. Las miradas de sus compañeros eran inquisitivas. O estaba o no estaba. Había, pues,  que hablar algo. Y aún resonaban los aplausos al compañero Jorge cuando el secretario del sindicato carraspeó nerviosamente algunas palabras.
                                                                                        *****
Ahora la excepción fue para el largirucho Administrador. El Señor Gerente lo había hecho ingresar a su oficina rompiendo una vez más la costumbre. La siniestra ventanilla, pues, no se abrió durante todo el día. Los obreros de la fábrica miraban extrañados los ires y venires del Administrador, así como sus conciliábulos a puerta cerrada con el Señor Gerente. Hasta que al fin Jorge fue llamado a la gerencia. Después de algunos minutos salió.
La noticia se esparció como bomba. Como impulsados por extraños resortes, todos se fueron movilizando hacia el patio más interior y cerrando grupo alrededor de Jorge. Nuevamente el Administrador se encerró con el Señor Gerente. Gerardo pensaba en su hijo y se le hacía un nudo en la garganta. Y era como si este malestar le proyectara más fortaleza, más vigor. ¡Qué extraño!  En lugar de debilitarse se sentía más fuerte.
-Que una comisión vaya al Ministerio a reclamar.
-Yo la presidiré -dijo el secretario.
Todos aprobaron que el secretario presidiese una comisión de cinco compañeros que irían al Ministerio de Trabajo. Y concluida la reunión -a la que nadie había convocado- retornaron con pasos lentos y meditabundos a sus puestos de trabajo.
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No hubiera aceptado. Son tan buenos los muchachos que apenas supieron lo del Fico me han obligado a ir al hospital. Y hasta la carrera me han pagado. Pero lo que han hecho con Jorge no se queda así. Mientras hablan en el Ministerio tengo tiempo para ver si ya atendieron al Fico. Me da vergüenza, ya que cuántos otros tendrán peores problemas que yo y sin embargo no abandonan sus obligaciones. Pero me desocuparé temprano y hasta pueda que los alcance en el Ministerio. A Julia no le contaré nada de lo de Jorge. Pucha, a mí me pueden hacer lo mismo. ¿Y quién va a decir algo por nosotros, pobres trabajadores?. Pero esta vez sí nos paramos. Si lo botan a Jorge tendrán que botarnos a todos. Depende que nadie se chupe porque está clara la intención de los jefes de asustarnos con el cuco del despido. Por mi parte, estoy decidido. Si me botan, no faltará otra chamba. Si no fuera por el muchachito que está enfermo… Pero sanará y yo también me cuidaré un poco. Me arde la garganta y esta ronquera que no se me quita. Con el calor me aliviaré un poco. Nadaré bastante y si es posible me iré a Ancón para conocer. Llevaré a la Julia. Ella es más bonita que todas esas blanquiñosas de la sociedad. Me luciré con ella.  Y el Fico correteará por la arena, hará castillos y muñecos y un hueco para llenarlo con agua de mar, espesa, salada, fresca a pesar del sol. Y aprovechando que la Julia con el Fico se bañan, yo me daré una escapadita para lentejear a las blanquiñosas en bikini. Ni cuenta que se dará la  Julia. Pero lo vuelvo a repetir: ella es más bonita q            ue todas esas pitucas. Ah, si la hubieran conocido cuando era colegiala. Recuerdo que por tres días consecutivos la seguí desde la salida de su colegio. Y caminaba tan cerquita a ella  que respiraba el perfume de su cuerpo, de sus ropas, de su pelo. Y con su aroma apagaba el olor a harina de pescado. Es feo ese olor. Pero cuando uno le toma cariño a Chimbote ya no lo siente.
Ese olor es solo de Chimbote. El de Lima es un remedo. A mí, por ratos, me fastidiaba. Pero más lo aborrezco acá en Lima. Por imitador. Cuando el ómnibus que nos traía a Lima se iba alejando del puerto, Julia arrancó a llorar. En ese momento se acabó el olor. Prueba de que nuestra ciudad quedaba atrás. Julia no podía contener los sollozos y se abrazaba a mi pecho con desesperación. Desde entonces quedó el aroma de su cuerpo joven, norteño y provinciano de mi Julia pegado a mí. Mujer hecha para el trabajo, para que sirva de aliento. Motor e inspiración.
                                                                                        *****
Desde lejos se adivinaba el advenimiento del tranvía a San Miguel. Era un sonido particular, muy suyo, muy tranviario. Solo el pitazo al cruzar las calles transversales rompía su acompasado ritmo brotado desde el mismo suelo, desde esos rieles calientes y vetustos. Serpientes.
Frente al hospital bajaron algunas señoras con sus niños en brazos. El edificio espiaba de reojo y para ambos lados a la Avenida Brasil. La pisaba, mejor dicho. Y directamente miraba a la Avenida 28 de Julio con sus destartalados colectivos Parada-Chacra. Quizás se había escogido el lugar más bullicioso de Lima para construir un recinto destinado a devolver la salud a los niños. A algunos niños, mejor dicho. A poquísimos. ¡Y bienaventurados los que lograban conseguir una cama para un niño moribundo!. El Perú mismo necesitaba ser internado en ese hospital. Pero no cabía. Si ni siquiera cabían los miles de niños desnutridos, famélicos y anémicos de Lima.
Por la puerta lateral entraban y salían madres con el dolor pintado en sus rostros. Solo se veían mujeres, como si para ellas estuviera reservada la tarea de sufrir junto a sus hijos, de verlos morir en sus brazos. Pero no. También estaba allí Gerardo y otros más que apenas se notaban. Las señoras peleaban por ser atendidas, pero inexorablemente pasaban las horas y solo una pequeña parte lo conseguía.
Cansado de esperar atención, Gerardo tomó del brazo a Julia, la arrastró hacia la salida y abordó un taxi. Se llevaron al niño a la barriada para atenderlo con medicinas caseras. ¡No había más remedio!
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Las maquinarias continuaban produciendo gracias a la fuerza del hombre. Cuán valioso era ese brazo y, sin embargo, en cuán poco estaba valorado. Brazos fuertes movidos por mentes que asistían ofuscadas a un cambio. Gran parte de los obreros ya habían tomado conciencia de lo que perseguían. Pacientes y continuas explicaciones de ese muchacho llamado Jorge habían conseguido encender antorchas en los pechos trabajadores. Y el fuego de esta tea salía por los puños crispados dispuestos a dejarse caer inclementes contra quienes eran culpables de sus callos, de su anemia y de su corvo espinazo. Pero unos pocos trabajadores de la fábrica aún no entendían nada.  Y no por eso dejaban de mostrar interés por ese movimiento inusitado, por este ir y venir de los dirigentes, por ese cuchicheo de los compañeros. Presentían algo… Y una corriente fría les recorría la espalda en toda su amplitud, como si un  ejército de frías y patudas hormigas hicieran de sus lomos un camino y desfilaran por él. Y ese hormigueo lo sentían todos en general.
Después de escuchar a los delegados que regresaron del Ministerio, los obreros volvieron a sus puestos. El Administrador, cual ratón asustado, husmeaba por los pasillos, mientras el Señor Gerente terminaba su cuarto vaso de wisky. De pronto, el ratón nacional corrió a la madriguera y advirtió al sapo yanqui que los delegados venían directamente a la gerencia.
Los personeros de los trabajadores, con el secretario a la cabeza, insistieron inútilmente en hablar con el Señor Gerente. No fueron recibidos. Y hasta la siniestra ventanilla permaneció cerrada. El Administrador trató de mostrarse amable con los obreros, pero la hipocresía rebasaba por cada uno de sus poros.  Les pidió mil disculpas diciéndoles que el Señor Gerente estaba indispuesto, pero que mañana a primera hora serían atendidos.
-Tenemos que reunirnos, compañeros -dijo Gerardo-. La situación es grave. Jorge ha sido despedido e igual puede sucedernos a nosotros.
Entonces el secretario tomó la pizarra y con una tiza escribió: HOY, ASAMBLEA GENERAL EXTRAORDINARIA – 08 P.M. – ASUNTO: DESPEDIDA DE SU TRABAJO DEL COMPAÑERO JORGE – NO FALTAR – LA ASAMBLEA SE INICIARÁ A LA HORA EXACTA.

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-Es absolutamente revolucionario, compañeros, el aprovechar correctamente todas las coyunturas políticas que se nos presenten. La experiencia cuenta mucho en estos casos. Por eso, compañeros, yo sugiero que todos nuestros poquísimos elementos se aboquen a la tarea primordial de construir un auténtico Partido, férreo en su unidad y sólido en sus principios.
La sala no era estrecha. Pero todos actuaban como si estuvieran apretados, procurando en lo posible acercarse más entre sí. El hombre de gruesos anteojos hablaba con un tono reposado y dando a cada sílaba una pronunciación bien diferenciada.  Su dicción elegante contrastaba con su sencilla indumentaria: camiseta blanca y pantalón kaki grueso. La chaqueta colgaba en el espaldar de una silla. Siguió hablando examinando un papel que sostenía en la mano derecha:
-El mismo Lenin recomendaba participar en los parlamentos burgueses; claro, sin entender esto como que los métodos electorales sean los correctos para la toma del poder. Los principios, pese a su universalidad, se aplican de acuerdo a las condiciones particulares de cada país.
-¿Y el compañero cree que por elecciones se tomará el poder en nuestro país? -interrumpió Raúl.
-No he dicho eso -contestó Jorge-. En nuestro caso creo firmemente que el poder tiene que conquistarse por la acción armada revolucionaria. Pero esto no significa despreciar otros métodos tendientes a allanar el camino hacia el poder mismo. Uno de éstos es el método electoral; mediante él nos introducimos en uno de los máximos organismos legislativos del país, en manos del enemigo, para debilitarlo desde adentro.
Iba a seguir hablando, pero como si se hubiera olvidado de lo que a continuación debía decir, bajó la vista hacia el papel para luego volverla reprensivamente al foco de luz que enviaba la modestia de veinticinco watios. Parecía que Jorge iba a retomar la palabra solo para reprochar tanta mísera luz, pero no dijo nada. La sala sumióse en un silencio embarazoso y el hombre sacóse los lentes con toda parsimonia para limpiarlos. Raúl levantó la cabeza y viéndolo así pensó que era el momento más oportuno para exponer sus puntos de vista. Porque aquellos lentes lo mareaban y hasta parecían hipnotizarlo.  De allí que para hablar evadiese el encontrarse con ese par de ojos biconvexos.
-Compañeros -gritó Raúl-, parece que la reunión está degenerando en pura palabrería. Aquí se exponen teorías, se cita a Lenin, se habla de métodos, pero no se plantea nada concreto…¿Creen ustedes que Cuba hubiera hecho su revolución si sus dirigentes se hubieran puesto a discutir tanto?... No, compañeros, ellos simplemente tomaron las armas y se fueron a luchar.
En ese mismo instante Jorge terminó de ponerse los lentes y Raúl ya no pudo continuar. Habló nuevamente el hombre de lentes, camisa blanca y pantalón kaki grueso:
-Ya que nuestro compañero Raúl es el más fervoroso defensor de la Revolución Cubana y partidario ardoroso de que se apliquen dichas tácticas en nuestro país, le recomiendo un mayor estudio de la revolución de Castro, pues está tergiversando la realidad al afirmar que lo único que se hizo en Cuba fue tomar las armas e irse a la Sierra Maestra a tirar balas… Nada más falso…Esto sería denigrar a la primera revolución socialista de América. Si en Cuba triunfó la revolución dirigida por el Movimiento 26 de Julio, fue porque al mismo tiempo que las guerrillas luchaban en las montañas, el Partido, o sea el Movimiento 26 de Julio, vigorizado con la lucha armada, fue creando las condiciones subjetivas necesarias para el golpe final. O sea, que existía un Partido que dirigía las acciones.
-Objetivamente -prosiguió el compañero Jorge- Cuba era uno de los países más expoliados por el imperialismo yanqui. Lo que ha sufrido el pueblo cubano bajo sucesivos gobiernos títeres es inenarrable. Más aún bajo el sátrapa Batista. Todas estas condiciones objetivas, canalizadas por el Partido, hicieron que la clase obrera y sus aliados tomaran conciencia de la necesidad de un cambio de estructuras del país. Antes de Fidel, ya muchos patriotas habían caído luchando contra la tiranía. El proceso, pues, se desarrollaba con anterioridad al acto mismo en que Fidel Castro y sus hombres tomaron el fusil. Ellos no hicieron más que interpretar la situación revolucionaria reinante, encausarla correctamente y llevar a los obreros y campesinos hacia el poder. Desde el triunfo de esta revolución se viene insistiendo dogmáticamente en querer hacer en muchos países una copia de ella. Y toda copia es tergiversación. Muchos de los llamados revolucionarios entre comillas, de América y del Perú, creen que la revolución es la cosa más sencilla y que consiste en reunir a veinte o treinta jóvenes, darles un fusil a cada uno, buscar una zona montañosa, dejarse crecer la barba y declarar desde allí la guerra al ejército títere. Nada más equivocado y peligroso. Esto es, compañeros, aventurerismo, dogmatismo puro, infantilismo revolucionario. Hay que convencernos que sin un Partido que dirija el proceso, éste nunca se va a realizar exitosamente La revolución no es un juego de niños sino algo complejísimo que supone una lucha larga y dolorosa, pero con la seguridad de que al final el triunfo será del pueblo, inevitablemente.
Jorge, sereno pese al tono enérgico con que hablaba, respiró hondo, miró a todos los presentes y dio a entender que ya no seguiría hablando. Entonces pidió la palabra Raúl.
-El pueblo peruano ya está cansado -dijo- de escuchar discursos como los del compañero Jorge. Lo que necesita ahora es acción, que le demostremos con hechos cuál es su verdadero camino de liberación. Y cuando ponemos como ejemplo a la Revolución Cubana, no queremos copiar lo que los cubanos hicieron, sino simplemente demostrar que en nuestro país se puede iniciar una guerra de guerrillas, porque condiciones existen desde hace mucho tiempo… ¿O es que acaso aquí gozamos de democracia, de libertades?...¿O es que acaso Prado no ha encarcelado a miles de dirigentes campesinos, obreros y estudiantiles?... ¿O es que el compañero Jorge no lee a diario las noticias de las masacres que comete la Guardia de Asalto, ya sea en Ongoy, Ayabaca, Cerro de Pasco, Chaullay, Chimbote, Yanahuanca, Cusco, Lima, Casagrande, etc.?
Calló Raúl y habló Jorge:
-Todo lo que usted ha dicho, compañero Raúl, nos demuestra que, efectivamente, en nuestro país sobran condiciones objetivas para iniciar la lucha armada revolucionaria. El problema es cómo iniciarla: así nomás tomando nosotros las armas, o cumpliendo algunos mínimos indispensables que demandarán algún tiempo… Tenemos que garantizar la supervivencia de la guerrilla y el impacto de la lucha armada en la población… ¿Cómo?... Creando un Partido revolucionario, el mismo que se fortalecerá con la lucha armada. Tenemos, pues, que hacer ambas cosas y no una sola: ¡Partido y guerrillas a la vez!... Por sus condiciones históricas y económicas, el campesinado está en mejor situación para iniciar la lucha armada revolucionaria, animando a los obreros a ocupar su puesto de vanguardia. Nos ha tocado, pues, el alto honor de construir el primer Partido revolucionario marxista-leninista del Perú. Hagámoslo con premura, compañeros. De lo contrario las masas nos rebasarán y pasarán sobre nosotros. Y cuando las masas se movilizan sin dirección, también es peligroso, porque lo único que se produciría es un derramamiento inútil de sangre, sin llegar a ninguna parte. He allí las llamadas invasiones, entre comillas, de los campesinos. Las masas campesinas han rebasado a sus dirigentes, y los campesinos, con su grito de “Tierra o Muerte”, nos están pidiendo dramáticamente un Partido que los dirija, una acción planificada…
Nuevamente se sacó los lentes y les echó vaho con la boca. De los once asistentes a la reunión, por lo menos ocho eran jóvenes, muy jóvenes. Algunos si llegaban a los dieciocho años de edad. Jóvenes generosos dispuestos a ofrendar sus vidas, sin pestañear, en aras de la liberación de su patria. Los responsables del Comité de Lima deliberaban, pues, sobre la línea que deberían proponer al Comité Central del MIR para ser adoptado nacionalmente.  Las conclusiones del Comité de Lima siempre pesaban sobre las adoptadas en otros organismos del Movimiento.
El foco eléctrico siguió enviando por muchas horas más su tacaña luz. Mientras tanto,  la calle permanecía bastante iluminada y su silencio era roto por los pocos vehículos que la transitaban. Los reunidos en el penumbroso cuartito discutían por espacio de cuatro horas. Al final terminó la reunión con acuerdos adoptados por unanimidad, aunque con la reticencia de por lo menos cuatro delegados. Se aprobó que dichos acuerdos se elevaran al Comité Central del MIR para que los contemple en su próximo congreso.
El hombre de lentes se puso la chaqueta y acercándose a Raúl le palmeó la espalda despidiéndose.
                                                                    *****
La gente se había propuesto comprar todo lo que veía y Mario calculó que ya había vendido lo suficiente, separando de su mercadería una blusa celeste de verano y un par de zapatos coquetones. No obstante la buena venta se sentía deprimido y hasta de mal humor.
A la una de la tarde empacó dirigiéndose donde Tomasa a saborear el almuerzo suculentamente servido por Lucila, la muchacha de las trenzas y la eterna sonrisa. Mario no quitaba los ojos de ella por más que intentaba mirar hacia otro lado. Y el malhumor que sintió toda la mañana se desvaneció como por encanto ante la primera sonrisa de Lucila.
La picantería de doña Tomasa estaba poco concurrida ese día; y los contados parroquianos habían sacado sus asientos a la misma calle, pues adentro el calor era insoportable. Mientras la dueña de casa se ocupaba atendiendo a los clientes, tomando con ellos, conversándoles los últimos chismes y refrescándose un poco con la brisa que venía del río, Mario dormitaba en la sala escuchando boleros y Lucila terminaba de lavar los platos en la cocina. Apenas concluyó su tarea se secó las manos y en punta de pies vino a la sala. Mario, ensimismado con el ritmo lento y romántico,  no sintió cuando ella llegó por detrás cubriéndole los ojos con sus manos. Simultáneamente él la tomó por las muñecas atrayéndola con violencia hacia adelante. Y aún la muchacha no salía de su sorpresa cuando se sintió besada por dos labios calientes y trepidantes. Fue un beso largo, lleno de dulces cantos. El primer beso…
-Lucila, cuánto te quiero… Nunca dejes de amarme porque me muero…
Durante la noche pudieron conversar un rato más, sentados en su rincón favorito, junto al tocadiscos.
-Mario -comenzó a decir Lucila-. ¿Tú eres bien amigo de Aurelio?
-Claro -contestó Mario-. Somos como hermanos y nos conocemos desde chiquillos.
-Él dice que tú también eres compañero…
El lunes doña Tomasa preparaba mondonguito y por eso madrugaba a La Paradita. La vieja sabía darle al mondongo la sazón que buscan los parroquianos, con ese fuego del ají molido que incita de inmediato a  apagarlo con chicha. Y qué chicha, por Dios, la que prepara la doña.. Dicen que la mueve con mano de muerto, aunque Lucila siempre ha negado esa versión. Lo único cierto es que en una oportunidad tres nuevos clientes se pidieron todo un cántaro, y mientras tomaban del poto, juraban y rejuraban que jamás habían probado chicha tan buena como ésta. Pero cuando uno de ellos se inclinó al cántaro para servir lo que parecía ser el concho, un objeto de tela salió flotando dentro del poto. Se le extrajo por una de sus puntas y resultó ser un calzón con blondas… Desde esa fecha los forasteros se convirtieron en asiduos visitantes de la picantería de doña Tomasa… ¡Cosas del negocio!
-¿Compañero? -contestó Mario extrañado-. Ah, sí, claro. Todos somos compañeros.
-Aurelio es bien inteligente… Casi como tú -dijo Lucila.- ¿Él te ha dicho de veras que yo soy compañero?
-Bueno, la verdad, no. Pero como te veo conversar a solas con él, pensé que tú también eras compañero…
-¿Y tú eres compañera? -preguntó a su vez Mario a Lucila.
Para las noches de la semana -excluyendo sábado, domingo y lunes- doña Tomasa vendía pescado frito con café. El pescado era fresco, traído en camionetas desde la mera playa. Peje, ojo de uva, mero, diablico, pampanito. Lo que sea. Y el café molido en el viejo batán y pasado en el tarro de leche Gloria al que se le habían abierto varios huequitos. Y luego, servido en tazas de loza.
-Claro, Mario -contestó enérgica y alegre Lucila-. Yo también soy compañera. Y aunque Aurelio me ha dicho que no se lo cuente a nadie, a tí sí te lo digo.
-Ah…
-¿A ti no te gusta hablar de esas cosas, verdad?... Entonces tú eres un buen compañero, Mario, porque guardas el secreto… Eso se llama trabajo clandestino.
-Oye -dijo Mario dando un salto de su asiento-. ¿Y cómo sabes tú esas cosas?
-Las enseñan en mi célula.
-¡No me digas!
-Claro. Y sé que todo esto te dará mucho gusto. Porque yo también colaboraré a que el Perú se independice de los yanquis. ¿O crees tú que solo los hombres son capaces de luchar?... Cuando llegue la oportunidad yo también me iré a las guerrillas.
Lucila hablaba con una tranquilidad que exasperaba a Mario. Ella: las manos entre las piernas, jugando con su roja falda. Él: sentándose y parándose, cruzando una y otra vez sus piernas. Nunca se imaginó que su adorada Lucila perteneciera también a las filas del Movimiento en el cual militaban él y Aurelio. Seguramente, pensó, que Aurelio la había inducido a ingresar.
-Me alegro mucho, amor mío, que también pertenezcas al Movimiento. Es una grata sorpresa la que hoy me has dado -le dijo Mario.
-Yo sabía que te alegrarías -dijo ella contentísima-. Te agradezco que no te opongas. Y te quiero más, porque ahora también sé que tú perteneces a nuestro glorioso Movimiento y estás luchando calladito para expulsar a los yanquis del Perú. Yo no quiero pasarme toda la vida vendiendo cebiche, Mario. Yo quiero ser algo más, para que tú estés orgulloso de mí. Quiero estudiar, luchar, en fin, ser libre… Pero con este Gobierno jamás lograremos esto. Por eso, Mario, nos iremos a la guerrilla. Yo seré tu secretaria…
Y la muchacha le apretó fuertemente la mano. Mario estaba desconcertado, pues nunca la había escuchado hablar de esa manera.
-Mario -recomenzó Lucila-. Hoy has venido más bueno conmigo. Nunca olvidaré que me has besado. ¡Cuánto lo deseaba!... Todas las noches soñaba que me besabas y me apretabas fuerte. Y que luego nos casábamos y nos íbamos a pasar la luna de miel a una playa llena de palmeras… ¿A dónde nos iremos de luna de miel, Mario?... ¿A Cuba?
-¡Exacto! Y de allí partiremos a recorrer todas las playas libres del mundo, los dos juntos y abrazados. Y nuestra luna de miel será eterna.
-Bésame otra vez, Mario. No importa que nos vean…
Pero él solo le acarició la mano. En ese momento llegó Aurelio, quien después de conversar con Tomasa y algunos vecinos, salió con Mario a la calle.
Ella, la niña de las trenzas azabaches y la eterna sonrisa, se quedó sola con sus pensamientos. Aún era temprano, pero prefirió acostarse. Con la almohada y la oscuridad siempre había más intimidad. Y podría conversar toda la noche con sus sueños, sublimizarlos, palparle a Mario todo el cuerpo, acostarlo junto a ella apretándolo fuerte para que no se escape.  El cielo nocturno de Marara era una de las telas estrelladas que vendía Mario; y la blusa menudita era el cielo en pleno medio día, lleno de sol y de fiesta etérea, perfumado con la brisa de todos los piélagos y el aroma de áureos crisantemos. Mañana lucirá la blusa celeste y se peinará de tal manera que una de sus trenzas caiga sobre ella.
¡Y Mario tendrá que quererla aún más, mucho más. Irremediablemente!
                                                                                         *****
Caminar de noche por Marara era un verdadero éxtasis para los espíritus sensibles. A Aurelio le encantaba este ejercicio y nunca se fijaba meta cuando de caminar se trataba. Los hijos de Marara desconocían el cielo nublado y menos aún en verano. La noche era fresca, con esa frescura costeña de brisas llaneras. Aurelio y Mario caminaban.
-Te noto algo diferente, Mario -comentó Aurelio por decir algo.
-No es nada Aurelio. Será que me siento más feliz que nunca.
-¿Y porqué será? -inquirió sonriente Aurelio.
-Habrá que averiguarlo, habrá que averiguarlo… ¿Y bien, qué dice el Movimiento?
-Como siempre. Ha habido una reunión en Lima y nos han llegado directivas precisas para nuestro trabajo. Estamos creciendo y algún día seremos poderosos… Y ese día temblarán los ricos de pies a cabeza.
-Eso está muy bueno -dijo Mario-. ¿Pero cuándo llegará ese día?
-Eso depende de nosotros.
-Claro.
-Mario -continuó Aurelio después de una pausa-. Quiero pedirte algo. Tienes que ir a Lima a traer unos encargos. En nadie más confío…
-¿A Lima dices? -preguntó extrañado Mario.
-Claro que está lejos respondió Aurelio-, lo comprendo, pero solo tú puedes hacerlo.
-¿Es muy importante lo que voy a traer? -preguntó Mario.
-Sí que lo es -dijo Aurelio.
-¿Y cuándo hay que partir?
-Todo depende de tu disponibilidad. Si puedes, mañana mismo.
Mario caminó unos pasos mientras Aurelio se paraba en una esquina a encender un cigarro. Luego, dando media vuelta, contestó tranquilamente:
-Bien, Aurelio, partiré mañana.
-.Gracias, Mario. Te hará bien el viaje.  Visita las barriadas que son un retrato impresionante de nuestra realidad.
-Así lo haré.
-Y bueno, para terminar, ya que te noto medio cansado, te veré mañana en casa de Lucila.
Al escuchar el nombre de la chiquilla, Mario suspiró tan hondo que Aurelio, moviendo la cabeza, le dijo:
-Y hablando de Lucila, ¿no te parece que cada día se pone más bonita?
-Se convierte en mujer rápidamente -contestó Mario.
-.¿Y eso es bueno o malo?
-Bueno y malo, Aurelio .Bueno porqué podrá decidir si quiere casarse o no. Y malo, porque seguro perderá la candidez que tiene como niña.
-Yo no veo porqué una niña que se convierte en mujer pierda su candidez, como le llamas -dijo Aurelio-. Sé de algunas señoras que han sido buenas hasta la muerte; y que aún adultas han conservado niño el corazón. Y Lucila es la niña más buena y hermosa que hay en Marara. Pero tenemos miedo de que a esta pollita se la lleve algún mal gavilán.
Los dos amigos rompieron a reir al mismo tiempo. Y su risa fue como una caricia para la noche fresca. Y un puñal para el silencio que comenzaba a posarse sobre los techos de Marara.


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